De vez en cuando es bueno pararse un rato a reflexionar sobre el auténtico valor de las cosas. Ser conscientes de todas esas realidades de nuestro día a día que consideramos básicas, enriquecedoras… O, casi podríamos decir, esenciales. Es el término inspirador del texto de hoy. En este sentido la pandemia que aún vivimos, además del desastre humano, sanitario y económico con que nos ha golpeado, nos ha traído también, como toda crisis, un aprendizaje. Afortunadamente el panorama comienza a ser esperanzador, así que puede ser un buen momento para tomar perspectiva y hacer una pequeña semblanza que, espero, resulte constructiva.

 

Para combatir la pandemia, y sobre todo en los momentos más complicados, se aplicaron severas restricciones en todos aquellos sectores considerados no esenciales. Lo cual, aun teniendo todo el sentido, encierra una paradoja, pues para cualquier trabajador su propia actividad es en sí misma esencial para su sustento, sea en el ámbito que sea. Y en este sentido poco se ha hablado, o no lo suficiente, del sector de las artes escénicas, con pérdidas de hasta el 90% el pasado 2020 en Europa, y del 75% en el caso concreto de la música, según un estudio de la consultora Ernst and Young. Una falta de la adecuada atención por parte de políticos e instituciones que sorprende, dadas las dramáticas cifras. Pero volviendo al tema de las actividades esenciales, se entiende por lógica que se enmarcaran ahí la sanidad, la alimentación, el transporte, los suministros básicos, etc. Y con el mismo criterio se comprende, no sin tristeza, que un concierto de música, o una representación teatral, o cualquier actividad audiovisual, fueran algo prescindible y postergable. No obstante, y aceptando esa realidad, permitámonos elucubrar un poco para no olvidar el valor de las cosas.

 

Cuando nos amenazó la sombra de un segundo confinamiento, se habló de que en esa ocasión se mantuvieran abiertos los centros educativos, como algo también de primera necesidad. Y si la educación es, en efecto, un derecho esencial y perentorio, ¿acaso (y solo por teorizar) no lo sería también la cultura en su máxima extensión? ¿Es entonces razonable que las bibliotecas, por poner un ejemplo, fueran las primeras en cerrar y casi las últimas en abrir tras aquella primera «desescalada»? ¿O qué supone la educación sin un verdadero arraigo con la cultura? ¿Queremos educarnos intelectual, emocional y culturalmente, incluida la sensibilidad artística, o nos resignamos a relegar la educación a una simple cualificación para ser meramente individuos productivos para el sistema?

 

Durante las restricciones u obligaciones que hemos vivido referidas a la movilidad, se ha procurado facilitar la práctica deportiva, por considerarse un aporte valiosísimo para la salud física. Y eso es innegable. Lo que no debe olvidarse tampoco es la importancia capital de mantener la salud mental. Sin duda el ejercicio ayuda en ello. Pero hagamos aquí un pequeño esbozo sobre la inmensa aportación de las artes. Y concretamente de la música, que al final es el tema que nos ocupa en este espacio de encuentro.

 

No será casualidad que la música, igual que la pintura, lleve acompañando al ser humano desde la Edad de Piedra como un vehículo necesario y casi mágico de expresión y creatividad. En la Grecia clásica, que perfiló los rudimentos de la música occidental, se le daba tal importancia que según su mitología fue invento de dioses. Era tanto un arte destinado al disfrute como una ciencia relacionada con la aritmética y la astronomía, y su presencia era constante en casi todos los ámbitos de la vida. Los antiguos griegos pensaban que la música podía afectar al ethos, el carácter ético o modo de ser y de comportarse, penetrando en el alma humana y restaurando su armonía interior. En épocas posteriores, filósofos latinos como Boecio (hacia el año 500) llegaron a clasificar la música en categorías como «la armonía del universo» y «la armonía del cuerpo y del alma». Esto puede sonar hoy excesivamente místico, pero no hay más que ver el enorme poder e influencia que ha tenido la música en siglos más recientes, y sin ir tan lejos, la tremenda explosión cultural y social que supuso la música popular a partir de la segunda mitad del siglo XX.

 

Tenemos una prueba inapelable mucho más cercana, pues recordemos que durante el confinamiento que vivimos en la primavera del 2020, la mayoría encontramos alivio, entre otras actividades domésticas, en la cultura: el cine, las series de televisión, los libros… Y por supuesto la música. Esa que tiene la capacidad de animarnos hasta en los días más grises, de inyectarnos alegría, de agitarnos el corazón de romanticismo o nostalgia, o de regalarnos profunda relajación. Se vio el valor de todas esas vocaciones culturales, a las que sin embargo (otra paradoja) se les resta importancia en el ámbito de las carreras profesionales o en el mundo educativo. En definitiva, que esas manifestaciones artísticas no son artículos de segunda, no son meras distracciones o simple ocio, sino que suponen un bálsamo, un alivio. Un auténtico alimento para la mente y para el espíritu, tan importantes como el propio alimento nutricional o el ejercicio físico. Y en el caso de la música, aunque por fortuna ya podemos disfrutar de toda la deseada sin salir de casa gracias a internet y al mundo digital, necesita también tener su presencia en los escenarios, en las calles, en los teatros… No puede entenderse íntegramente la música sin su cuota de conexión en vivo, presencial, con el público. Ese estremecerse de placer en tu butaca ante el clímax de una poderosa sinfonía, ese compartir con tus amigos el concierto de tu cantante o artista favorito en plena magia del directo…

 

En un acto organizado hace unos meses por la Agrupación Europea de Sociedades de Autores y Compositores (GESAC), el célebre músico francés Jean-Michel Jarre señaló que «la cultura se ha convertido en un recurso escaso en la Europa de hoy, y todos estamos sufriendo a causa de ello. Al mismo tiempo, los europeos están experimentando el valor verdaderamente profundo del arte y su capacidad para unirnos». Y añadía: «los artistas somos doctores del alma». Una afirmación de lo más afinada. En suma, la música es pasión, y la pasión es el combustible que realmente nos mueve (y nos conmueve) en esta vida, muy por encima de rutinas y obligaciones No se trata más que de reivindicar esa visión. Si algo distingue al ser humano de cualquier otra especie es su inmensa creatividad, su habilidad artística, su capacidad de maravillarse, de nutrirse y emocionarse con la creación propia y ajena. ¿Acaso podemos desmembrar eso de nuestra
existencia?

 

Volviendo al presente, todavía incierto pero que ya empieza a verse con más optimismo, entendemos que por motivos de salud pública aún falte un poquito para lograr una plena actividad artística y cultural, y que aún deba realizarse en espacios adecuados, en formatos reducidos, o con limitaciones de aforo. Y se acepta que dichas actividades se contemplen como «no necesarias» de cara a restricciones que puedan salvaguardar la salud pública. Pero como decía antes, que el contexto y los términos no nos confundan. Por seguridad tampoco hemos podido darnos besos y abrazos como hubiéramos querido, y sin embargo, ¿alguien duda del hermoso poder de esos afectos? Y un poco de la misma forma, se pueda o no se pueda tocar nuestros instrumentos, o cantar, o bailar, o salir a un escenario, creo que deberíamos ver, entender y reivindicar siempre la cultura, las artes y por extensión la música, como bienes valiosos y absolutamente esenciales.

 

David A. Palicio